¿Cuándo tuvimos consciencia para entender que en algún recodo de nuestro instinto dormía la capacidad para amar? Intentar recordar ese momento es un esfuerzo casi inútil, pero sí en un momento de retrospección cuando nos encontramos solos más dentro que fuera de nosotros, entonces podremos remontarnos a la primavera de nuestras vidas navegando en las imágenes perdidas cuando todo lo que nos rodea, deja de ser.
Bien sabemos que es la efímera y tierna sensación de un instante ya vivido, probablemente cuando nuestra consciencia aún no había despertado del todo, pero sí fuimos capaces de percibir aquella tibia sensación de abrigo y la necesidad de sentirnos protegidos, entonces por instinto reclamamos ese agradable entorno emocional que nos rodeaba y creamos una dependencia. Quizás ese fue nuestro primer idilio, nuestro primer amor.
Ha pasado algún tiempo desde entonces y las subsecuentes etapas de nuestra existencia, como láminas de un libro, son testimonios palpables de cómo hemos evolucionado. Ahora sabemos lo que es amor y donde habita. Por regla general imaginamos que se alberga y se nutre en algún lugar dentro del corazón, pero la realidad es que desde aquel instante primaveral cuando nuestra seguridad estaba en juego, esa agridulce sensación que todos sabemos reconocer se esconde en la silenciosa oscuridad del cerebro desde donde nos ha acompañado en todo momento, siempre deslizándose con inquietante impredecibilidad dentro de nuestro ser, siempre dominando nuestros sentidos y en muchas ocasiones, distorsionando la lucidez de nuestras decisiones.
Pero no sabemos vivir sin amor, ni debemos. No es un gran descubrimiento reconocer que la dirección que seguimos, por más que lo intentemos, nunca se materializa según el plan original porque el instinto es parte de nuestra indumentaria, estamos revestidos con la capacidad de amarlo todo y esa misma capacidad lo transforma todo, hasta nuestro destino cuya fragilidad es angustiosa.
Nuestra evolución es una metamorfosis constante, el tiempo nos convierte de protegidos a protectores y el amor se manifiesta con un sentido exquisito de propiedad hacia nuestros padres y nuestros familiares. Cuando amamos a nuestros hijos lo hacemos de una forma sorprendente, ya que hasta los más arraigados preceptos de nuestra matriz se diluyen en esa inmensa fuerza. Podemos prescindir casi de todo ahora que la consciencia ha desarrollado la capacidad de dirigir el complejo entramado de nuestras emociones pero nunca sobreviviremos sin un objetivo que produzca esa reacción que adjudicamos al corazón y cuyo verdadero origen, al parecer, es en el subconsciente donde se ha alojado desde aquel involuntario principio.
Allí habita la esperanza abrazada al amor.
Marco Antonio