LO QUE SIEMPRE HEMOS QUERIDO DECIR, PERO HASTA AHORA NUNCA NOS ATREVIMOS

sábado, 13 de diciembre de 2014

CUENTO PARA ESTA NAVIDAD

Felicia levantó la cabeza de su libro y fijó la vista en la ventana entreabierta por donde se filtraba la melodía del campanario. Reconoció la música y comenzó a tararear en voz baja el villancico en harmonía con la cadencia metálica de las campanas que anunciaban la Navidad.

Pensó ella cuán curioso era todo aquello. En este tiempo las cosas parecían diferentes, se respiraba una inquietud que anticipaba un cambio algo difícil de explicar, cómo si en ésta época no importara demasiado si las cosas iban bien o mal. Había llegado la Navidad.

Federico llevaba prisa, sólo quedaba una hora antes de que cerrara el banco y él necesitaba dinero para comprar regalos, muchos regalos. Abrió la puerta del taxi con violencia sin asegurarse si la vía estaba libre propinándole un terrible empellón a la anciana sentada a la orilla de la acera con sus pequeñas muñecas de trapo. Federico continuó su camino sin percatarse del descalabro que había producido y desplazándose a zancadas desapareció por las puertas de la entidad bancaria.

- Ochocientos euros Don Federico. Si podemos servirle en algo más, no tiene usted más que decirlo - respondió el cajero con un tono nasal la misma respuesta que daba a todos los clientes por igual.

Por un instante Federico levantó los ojos del dinero y se fijó en el rostro del empleado, un hombre que aparentaba unos setenta años, calvo excepto los mechones rebeldes de lana blanca que se aferraban a los costados de su cabeza, un espeso y descuidado bigote, las cejas hirsutas y una mirada ... una mirada que para su sorpresa lo transformaban como por arte de magia en su abuelo.

- Hijo- dijo el anciano con una voz cavernosa- acabas de machacar a una anciana al salir del taxi y tu egoísmo esclavo de las demandas de tu mundo, como siempre, no te han dejado ver la realidad que te rodea. ¡Era su abuelo, la misma voz, los mismos ojos! -pensó Federico- pero ese viejo ya había muerto hacía tiempo. El mismo presenció su final cuando cruzaba la avenida para venir a su encuentro. Recordó entonces que le había pedido al viejo una importante cantidad de dinero, también recordó que era Navidad. Lo aplastó un taxi y aún recordaba esa última mirada, el brazo extendido y el sobre abierto repleto de dinero. Más tarde se enteró que aquello era todo lo que el anciano tenía, hasta su casa estaba embargada y su único medio de supervivencia era una miseria de pensión. También pensó las veces que lo visitaba, casi todos los meses, para pedirle dinero y el viejo nunca se lo negó, siempre despidiéndole con un abrazo y unas palmaditas en los hombros: - Guarda un poquito para los malos tiempos- eran siempre sus palabras de despedida.

Escapó a la calle aturdido y allí, reclinada contra una farola al borde de la acera encontró a la anciana rodeada de varias personas, sus muñecas de trapo aún estaban esparcidas por todos lados, algunas rotas. Al acercarse para pedir excusas se fijó en su rostro sucio y demacrado, pero al hacerlo, para su sorpresa, el parecido con su madre era extraordinario. Los ojos azules, la boca redonda y a pesar de las circunstancias, la más bella de las sonrisas.

-Hijo mío- manifestó la anciana en una voz tan sorprendentemente familiar que Federico palideció. -No te culpes por las decisiones y el camino que has elegido, es la herencia biológica que te hemos transmitido. La avaricia , el egoísmo, la insolencia y la arrogancia la vivisteis en casa, con tus padres y tus hermanos, es parte de tu indumentaria.

Federico recordó la violenta muerte de su madre cuando saltó de aquél puente en víspera de Navidad, al descubrir las infidelidades de su padre y el defalco de su herencia personal. Una extraña sensación embargó a Federico al verse reflejado en los ojos de aquella anciana, se volvió en cuclillas y comenzó a recoger las muñecas de trapo esparcidas alrededor de ella, le besó la frente y desapareció con largas zancadas en dirección a la parada de taxis. En la sucia y remendada falda de la anciana, escondida entre las muñecas, quedó el abultado sobre de la entidad bancaria.

Felicia sintió que la invadía una gran ternura que había despertado con la melodía del villancico y el tañer de las campanas. Dejó su libro en la mecedora y se dirigió a la habitación de su madre, apartó la silla de ruedas, se sentó al borde de la cama y la besó en los ojos.

-Mama ¿Cuánto tiempo hace que no vamos a la Misa del Gallo?- Ella la miró desconcertada. Comenzó a vestirla con cuidado y gran ternura y después de abrigarla propiamente, la ayudó a colocarse en la silla. Esa noche, en la Catedral, encontraron familiares y amigos compartiendo esa extraña y divina sensación que nos embarga a todos para este tiempo y que a lo largo del año nunca se manifiesta. Hay milagros de los que nunca sabremos pero que sí ocurren en la confusión de vivir nuestros dramas.

Marco Antonio