Me pidió mi opinión y yo, sin pensarlo se la ofrecí. No es que el tema fuese de mi entero conocimiento o que yo estuviese al tanto de lo que allí se debatía, pero abrí la boca y antes de concluir con mis conjeturas me di cuenta que el zapato ya se había atragantado en mi garganta.
Podía leerlo en los rostros que me rodeaban y en sus gestos, porque es muy fácil decepcionar cuando uno intenta encaramarse en los hombros de los demás seguro de sí mismo y confiado de que no importa lo que digas, emergerás triunfador.
¿Quién no se ha sentido así alguna vez? Aplastado por su propia ineptitud. Aquellos que como yo han tenido esta experiencia, deben saber que es parte de la naturaleza humana el no poder aceptar un trago de humildad y confesar nuestras lagunas de ignorancia.
De vez en cuando sentimos ese impulso de levitar sobre la muchedumbre y desplegar nuestros colores, algo así como un Pavo Real. Todos tenemos la necesidad de brillar, de sabernos a la altura de los demás, aunque nuestra armadura necesite una capa de antioxidante y la corrosión mine nuestros sentidos.
Hay una genética que desfigura nuestras intenciones y como nunca abandonamos del todo la inocencia de la niñez actuamos en concordancia con esos impulsos primitivos. Entonces es cuando la cagamos.
Pero aún nos queda tanto por vivir que siempre habrá oportunidad de madurar y aprender nuevos modales. La autoestima volverá a recuperarse y la próxima vez que se requiera nuestra opinión, reflexionaremos hasta agotar todos los recursos; entonces sonreiremos y nos encogeremos de hombros.
Marco Antonio