LO QUE SIEMPRE HEMOS QUERIDO DECIR, PERO HASTA AHORA NUNCA NOS ATREVIMOS

miércoles, 2 de abril de 2014

CUANDO LA VIDA TE LLUEVE

No actuamos con cordura cuando empieza a llover dentro de nuestra casa. Es difícil analizar el por qué de este fenómeno, particularmente si las respuestas que llenan los espacios húmedos van creando un sin sentido y entonces empezamos a pensar que estamos perdiendo el norte.

No todas las tragedias tocan a la puerta, algunas son como pústulas que van fermentando desde el interior sin que se les preste mucha atención, entonces en un día cualquiera comienza a llover dentro de tu casa y lo primero que se desfigura es la conducta habitual, comienzan los argumentos e improperios y todo se salpica de mierda hasta que finalmente el entorno se carga de electricidad estática; un preámbulo a la total incoherencia que nos lleva a las situaciones violentas de un callejón sin salida.

Todo esto fue prematuro para Rosa Altamirano, no era su tiempo para volverse loca. A los 78 años las razones clínicas no arrojaban suficientes datos para confirmar el proceso de desintegración que estaba ocurriendo en su cabeza. Comenzó lentamente, primero desplegando actitudes que no podían considerarse del todo normales, como el retirarse a dormir con toda su ropa de calle puesta, incluyendo los complementos y cartera para no tener que vestirse al levantarse, o preparar el desayuno la noche anterior y así ahorrarse el trabajo a la siguiente mañana. Al fallecer su esposo Gumersindo, estas anomalías se magnificaron, entonces comenzó a abrir la puerta a todo el que llegaba a su casa completamente desnuda, lavaba los platos para luego guardarlos en la basura y en varias ocasiones se fue de compras al supermercado en bata de casa.

Llegó el momento en que sus tres hijas se vieron forzadas a tomar cartas en el asunto y compartir la tarea de cuidar de ella. Decidieron que cada una la atendería por cuatro meses del año y así sucesivamente. Los primeros meses vivió con Belinda, la hija menor y su esposo Facundo. Como en todas las situaciones de este tipo, efectuaron los ajustes pertinentes para que la vida continuara su marcha cotidiana; entonces fue cuando comenzó a llover dentro de la casa. Rosa no levantaba la tapa del inodoro y hacía las necesidades sin desprenderse de su atuendo. En cualquier ocasión podía perder sus dientes postizos, a veces los encontraban en la basura, otras en el fondo del wáter mezclados con los ingredientes fecales. No había Dios que removiera su dedo índice de sus fosas nasales o que llegara a tiempo para evitar que ingiriera su contenido.

Llegado el cuarto mes, Belinda y Facundo entregaron a Rosa dos días antes de la fecha acordada bajo el pretexto que el fontanero había comenzado obras para desatascar los dos baños que sin dar aviso se inundaban a la menor provocación, también la puerta de la lavadora que no se podía abrir porque la tómbola centrifugadora no paraba de dar vueltas, al parecer estaba bloqueada con zapatos y chanclas mojadas. El matrimonio se apresuró a excusarse y desaparecer en el momento en que la segunda hija, Carmela, tomó posesión de Rosa Altamirano sintiendo un profundo alivio pese al remordimiento que los agobiaba, pero así es la vida.

Carmela, tendría unos sesenta años y acababa de pasar por el proceso de un segundo divorcio. Se consideraba preparada para atender las necesidades de su madre y vaticinando los cambios que su presencia representaría, hizo arreglos para que una señora cuidara de ella durante el día, Carmela personalmente se ocuparía de Rosa durante la noche, todo, al parecer, estaba controlado. La primera noche Rosa cayó de la cama dos veces ya que Carmela no anticipó la necesidad de barandillas en la cama, también se orinó en varias ocasiones y como no le había puesto pañales nocturnos tuvo que levantarse, levantarla, asearla, vestirla, esta vez con pañales dobles, deshacer la cama, desinfestarla, reemplazar todas las sábanas, las mantas y buscar nuevas almohadas. Por fin logró dormirse al amanecer dándole gracias a Dios porque era sábado, su día libre. Una hora más tarde, creía estar soñando cuando sintió la conmoción en el baño, en tres zancadas cubrió la distancia al cuarto de baños y encontró a Rosa intentando limpiar la tapa del inodoro que nunca levantó para sentarse y estaba desbordada de excrementos. Pronto se dio cuenta de que Rosa no limpiaba, su intención era transportar los residuos corpóreos desde la tapa del wáter al lavamanos. Al concluir sus cuatro semanas Carmela no podía disimular su alivio, aunque se moría de vergüenza, todo aquello era una nueva experiencia para la cual no estaba preparada.

Nicolasa, la mayor de las hermanas, había cumplido sesenta y tres años. Era una mujer muy espiritual que nunca faltaba a la misa de las ocho. Su origen era algo confuso porque no llegó a conocer a su verdadero padre, nadie hablaba de él, ni tenían noción de su paradero. Sabía que su madre la había parido a los quince años rodeada de secretos y eso había sido antes de conocer a su esposo ya fallecido. Él no fue su padre, pero la aceptó y toleró todos esos años junto a sus dos hermanastras y nada más. Nicolasa estaba más preparada que las otras, sabía de sus experiencias y como ellas, acondicionó su entorno para resolver cualquier situación que pudiese presentarse de improviso.

El domingo Nicolasa llevó a su madre a la Iglesia. Durante la misa trató de hacer memoria cuando fue la última vez que su madre había entrado en una de ellas. No lo recordaba. Rosa, sentada a su lado permanecía inmóvil observándolo todo, el altar, las velas, las imágenes y en particular al sacerdote que presidía el servicio. En una ocasión cuando todos estaban sentados y el sacerdote levantó sus brazos para bendecir a la congregación, Rosa se incorporó de su asiento con increíble energía y a todo pulmón comenzó a gritar:

—¡Gervasio! ¡Gervasio! ¡Gervasio! ¡Perdóname marido mío!...

Con la agilidad de un gato montés saltó sobre los bancos y en un santiamén corrió hacia el púlpito y se aferró a la túnica del sacerdote. Nicolasa horrorizada fue tras ella pero la conmoción era tal que en un instante se vio rodeada de feligreses que bloqueaban su paso.

—¡Gervasio perdóname! ¡Yo no era más que una niña y él muy mayor y terriblemente guapo ... me robó el corazón!

Rosa en su estado histérico continuaba aferrada al sacerdote y tirando de su túnica prácticamente lo arrastraba dando tumbos por los escalones del pódium. El último tirón desgarró la túnica y el resto del atuendo. El cura se encontró totalmente desnudo frente a la congregación, con aquella mujer abrazada a sus escuálidas piernas intentando besarle las rodillas.

—!Santísimo Dios!—exclamó el sacerdote—¡mujer apártese de mí, deje que me cubra, esta es la casa del Señor! y las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas mientras trataba de soltarse de aquellos brazos que ahora le aprisionaban los muslos y aquella cabeza con la melena desaliñada que le golpeaba los testículos.

Rosa continuaba rogando por el perdón del sacerdote aferrada a sus rodillas, pensando que se encontraba ante su marido Gervasio el cuál había regresado buscando justicia por su temprana indiscreción y todos sus pecados. Finalmente el cura recobró su compostura y poniendo las dos manos sobre la cabeza de Rosa pronuncio:

—¡Yo te perdono!—le dijo en un tono misericordioso—has sido una buena esposa y una buena madre. ¡Dios te perdona!

Rosa levantó la cabeza, sus ojos anegados de lágrima y los brazos fuertemente abrazados alrededor de las rodillas desnudas del sacerdote le confesó:

—¡Fue tu hermano!, mi querido Gervasio. Yo era una niña y el demasiado fuerte ... y guapo. Después hicimos el amor cientos de veces, pero llegado el momento, no quiso reconocer a Nicolasa y yo lo maté una noche a orillas del rio. Me despedí de él y le corté el cuello con las tijeras de trasquilar a las ovejas. Fue la última vez que hicimos el amor, la corriente se lo llevo muy despacio hasta que finalmente desapareció por la boca de la cueva que se traga al rio hacia las entrañas de la tierra..

Nicolasa se había acercado lo suficiente para oír las últimas palabras de su madre, ahora sabía quién era su padre y su paradero final, entonces decidió que sólo ella cuidaría de su madre hasta el último día de su vida.

Marco Antonio