Las puertas del Cielo, según los versados en la materia, pudiesen cerrarse aunque no estuviésemos dispuestos a aceptar el argumento de que la desarticulación de la conducta humana es una causa real.
Esta actitud sin precedentes que estamos viviendo pudiese ser parte del proceso cuyos síndromes, sospechamos, son cambios evolucionarios que fermentan en los intersticios de nuestro cerebro. Sí que hay razones poderosas para preocuparse y considerar decisiones, pero sin tener que recurrir al argumento espiritual de un precepto religioso tan ferviente y arraigado en todas las doctrinas como la vía de acceso al paraíso.
El incentivo para llevar la vida se está apagando, al parecer la competencia con su voraz apetito consume más de lo que la Naturaleza es capaz de producir para el bienestar y supervivencia de futuras generaciones. Los medios informativos ya no aterrorizan tanto con las noticias sobre la proliferación y el alcance de la violencia y el crimen. Estamos siendo inmunizados contra los efectos que producen los dolores del alma, es función del cerebro protegernos hasta el límite de sus capacidades aunque éstas nos conviertan en seres insensibles, o a falta de ello, en caso extremo, dejarnos decidir cómo terminar con nuestras propias vidas.
Ese oscuro camino que no conduce a ningún recodo espiritual es la vía que muchos jóvenes adoptan de acuerdo a las noticias y estadísticas que nos presentan los medios. Perder el incentivo para continuar la vida y reunir el valor y los argumentos necesarios para terminar con ella es un acto inverosímil al que no se le puede adjudicar un adjetivo. A veces los argumentos son aplastantes. El padre que opta por terminar la vida de su hijo que sufre de una enfermedad terminal y a la vez, en su desesperación, ciega la suya. Ancianos cuya calidad de vida traspasa los límites de la resistencia humana y añoran un final. Persona de todas las edades cuyos cerebros subdesarrollados no son capaces de defenderlos de las enfermedades que el destino les adjudica y sin saber el por qué, mueren mil muertes en vida, ignorados por una sociedad impía.
No sé como llegué hasta aquí, me trajo la rabia y la frustración de tanto caminar sin ser capaz de pintar un arcoíris. No he de borrar de mi mente la risa de tantos niños jugando en estos parques, aunque sé que el tiempo y las circunstancias las transformará en voces graves, muchas de ellas con tonos violentos. Habrá burlas y discursos ausentes de elementos puros. Será aún más difícil encontrar la verdad, la sinceridad y a una persona preocupada bajo tanto sol y tanta luna.
Marco Antonio
Esta actitud sin precedentes que estamos viviendo pudiese ser parte del proceso cuyos síndromes, sospechamos, son cambios evolucionarios que fermentan en los intersticios de nuestro cerebro. Sí que hay razones poderosas para preocuparse y considerar decisiones, pero sin tener que recurrir al argumento espiritual de un precepto religioso tan ferviente y arraigado en todas las doctrinas como la vía de acceso al paraíso.
El incentivo para llevar la vida se está apagando, al parecer la competencia con su voraz apetito consume más de lo que la Naturaleza es capaz de producir para el bienestar y supervivencia de futuras generaciones. Los medios informativos ya no aterrorizan tanto con las noticias sobre la proliferación y el alcance de la violencia y el crimen. Estamos siendo inmunizados contra los efectos que producen los dolores del alma, es función del cerebro protegernos hasta el límite de sus capacidades aunque éstas nos conviertan en seres insensibles, o a falta de ello, en caso extremo, dejarnos decidir cómo terminar con nuestras propias vidas.
Ese oscuro camino que no conduce a ningún recodo espiritual es la vía que muchos jóvenes adoptan de acuerdo a las noticias y estadísticas que nos presentan los medios. Perder el incentivo para continuar la vida y reunir el valor y los argumentos necesarios para terminar con ella es un acto inverosímil al que no se le puede adjudicar un adjetivo. A veces los argumentos son aplastantes. El padre que opta por terminar la vida de su hijo que sufre de una enfermedad terminal y a la vez, en su desesperación, ciega la suya. Ancianos cuya calidad de vida traspasa los límites de la resistencia humana y añoran un final. Persona de todas las edades cuyos cerebros subdesarrollados no son capaces de defenderlos de las enfermedades que el destino les adjudica y sin saber el por qué, mueren mil muertes en vida, ignorados por una sociedad impía.
No sé como llegué hasta aquí, me trajo la rabia y la frustración de tanto caminar sin ser capaz de pintar un arcoíris. No he de borrar de mi mente la risa de tantos niños jugando en estos parques, aunque sé que el tiempo y las circunstancias las transformará en voces graves, muchas de ellas con tonos violentos. Habrá burlas y discursos ausentes de elementos puros. Será aún más difícil encontrar la verdad, la sinceridad y a una persona preocupada bajo tanto sol y tanta luna.
Marco Antonio